Boxeo re creativo.

Qué jodido identificar el exacto momento donde todo se empezó a ir al carajo.
Donde empecé a sentir cosas que no debía, en un momento en el que no debía, en un lugar donde no debía. Fiel a la costumbre de hacer todo mal. Con la guardia baja.
Me lo preguntás y yo ni me esfuerzo en tratar de recordar, porque es todo una nube espesa, de colores sin formas. Lo único que puedo traer a la memoria son tus sonrisas que me fueron corriendo de a poco la alfombra donde venía parado, firme, como un campeón. El lunar en la punta de tu nariz que no se cae, y le tiro jabs con la mirada hasta no poder más de amor. Las jodas como si tuviésemos 15 de nuevo, y jugar a eso que se juega cuando no sabés nada del amor. Sparrings emocionales.
Y de la nada, pum.
Caida libre.
La pera en el suelo.
"Madura el nocaut", diría León.
Fuiste, sos un flash hermoso, y es una lástima que todo tenga que terminar así.
Porque se me llena el culo de preguntas, que tienen una sola respuesta, que los dos sabemos cuál es, y que es la correcta pero está tan equivocada. Tan fuera de lugar, tan golpe bajo. Para el resto. No para nosotros.
Estoy besando la lona y me preparo para contarme a mi mismo hasta diez, sabiendo que no puedo seguir.
No porque no quiera ganar.
No porque no pueda ganar.
Es porque allá a lo lejos divisé a los amigos del campeón. Las dudas, la incertidumbre del después es lo que no tiene solución.
Entonces elijo quedarme ahí, agarradito a las cuerdas. Que me revise el médico, que les diga que no puedo más, que me saquen en camilla de todo esto.
Aunque sea una mentira.
Aunque este entero para mil rounds más.

Motín de palabras.


Las palabras siempre tienen intenciones. Aunque pensemos que somos nosotros los que teñimos de esas intenciones a palabras vacías, son ellas las que buscan y consiguen la manera de expresar lo que ellas tienen para decir.
Dicho esto, es conveniente recalcar que no es una buena idea guardarse las palabras que uno tiene adentro, al menos durante mucho tiempo. El encierro, como pasaría con una persona, las altera y las transforma. Y créanme, nadie querría vérselas con palabras que han sido encerradas durante tal cantidad de tiempo: ellas no olvidan, y esas memorias se translucen cuando al fin salen de su letargo.
Es por eso que creo fervientemente en lo siguiente: el escritor, y no hablo sólo del profesional, del que vive de escribir cuentos, ensayos, novelas, poesía, sino también de aquel que, después de un largo tiempo sin escribir, en algún momento de su existencia creyó tener la necesidad de expresarse, de decir lo que le pasa por la cabeza, por el pecho, por los ojos, con un lápiz en la mano, no es más que un medio para que las palabras salgan de su estado latente, se liberen de la opresión del cuerpo y la mente, y se exhiban como ellas desean.
Después de haber estado presas durante quién sabe cuánto. Y por qué. Sin querer. Por error. Por errores ajenos. Por miedo. Por orgullo. O simplemente por olvido.
El escritor, cuando comienza su tarea de escribir tiene millones de cosas, de ideas, de personas, de historias sobre las cuales escribir. Todas encerradas en su ser. Todas en forma de palabras que, como si fuesen átomos expuestos a altas temperaturas, se aceleran y hacen de dicha tarea una guerra que implica táctica, estrategia y mucha paciencia para ganarla.
Es ahí cuando nos encomiamos en escribir y escribir, tipear, borrar, tachar, darle una pitada a un cigarrillo, sorber de a ratos un café, y seguir escribiendo y borrando y tachando. Es ahí donde, sin querer y sin saberlo también, hemos provocado el motín en la cárcel de las palabras.
Y empiezan a salir en malón, por la boca y por los dedos. Se esconden entre el sudor y un par de lágrimas. Se escapan por la respiración, y algún que otro suspiro. Se adhieren rápido a la hoja, se aferran con fiereza a la libertad.
Al finalizar las corridas, que es cuando se pone el punto final al texto, el escritor se piensa invencible, ganador, y satisfecho de su logro se relaja viendo a las palabras abatidas, esclavas, pegadas al papel, y obligadas a cumplir con la misión de mostrar un mensaje ajeno a sus propias intenciones. “Otra cárcel”, quizás, se puede concluir.
Pero ese no es el final.
Al haber dejado atrás al extraño que las coartaba, que las racionalizaba; al saberse ahora libres, las palabras, y sobre todo aquellas alteradas por el letargo, expresan con firmeza no lo que quiso decir el escritor, sino simplemente lo que se les da la gana a ellas, llevándose definitivamente los laureles de aquella guerra. Porque sin que siquiera lo notemos nosotros, han logrado su objetivo: plasmadas fuera de un cuerpo que las aprisionó y las asfixió, ahora tienen vida propia.
Las palabras nos engañan, nos usan para poder liberarse. Como si fuésemos meros creadores y/o portadores de engendros, formados por pocas o muchas letras, que esperan el momento propicio para independizarse de nuestros propios sentimientos, emociones y pensamientos más profundos y hasta desconocidos.
Es que al final de cuentas es eso lo que fuimos, somos y seguiremos siendo. Portadores y transmisores de una gran pandemia, que una vez suelta, desgrana a su imagen y semejanza historias, hechos, datos, anécdotas, chistes, verdades y mentiras, para su propio placer. Y es que las palabras, para tener intenciones, deberían sentir. Y vaya si lo hacen: pero por sobre todas las cosas, no han olvidado el encierro y se desquitan con saña, se regocijan ante cada confusión, ante cada mal entendido. Se escudan en interminables textos y significados complicados para tergiversar todo y generar el mismo caos en aquellos portadores y transmisores que alguna vez las encarcelaron por temporadas, y que ahora las leen.
Y el escritor, ese portador, ese transmisor de palabras, se vuelve esclavo de aquellas palabras que alguna vez liberó. Y de un mensaje, un significado, una intención que tal vez, ni siquiera imaginó.

Carta a una amiga.

Hola belle. Perdoname sí me ahorro las introducciones y las preguntas de rigor en una carta. No es que no me interese. Es que tengo tanto para decirte que lo demás es una pérdida de tiempo. Hay cosas que no sabes y quiero que sepas. Y otras tantas que sí sabes pero que me encanta repetirte.
De las que no sabes, quiero empezar por lo que siento cuando te leo. Porque sí, pude volver y volví para quedarme un rato, y la herramienta más verdadera ante la distancia para saber en quién te has convertido en todo este tiempo que no nos vimos, es lo que colgas a diario por acá. Y lo que siento cuando te leo es que solamente cumpliste años. No has cambiado ni un poquito desde que eras una pichoncita de 15... Que difícil, corazón, mantenerte estoica en los principios de los primeros días. Que admirable. La tenacidad de tus palabras, impostada en la Dulzura de tú voz que tampoco ha cambiado me cuenta todo lo que te sucedió y cómo. Porque cuando te leo te veo. Hablando. Hablándome. Gesticulando. Parada. Sentada. Riendo y lo otro. Separado o todo junto. Pero siempre implícito, sutil. Y me muero de angustia porque aunque creciste y sos una mujer ya, yo te veo ahí con tus verdades cayendose de tus labios de niña. Con tus ojos grandes y hundidos y húmedos de lo que te aguantas llorar como una criatura y yo acá tan lejos, conteniendome mis lágrimas y las tuyas, que son las mismas porque sentimos lo mismo y nos duele lo mismo. Y que ganas entonces me invaden de darte un coscorron para que te despabiles, y ahí sí abrazarte fuerte como te lo debo y llorar y hacerte llorar. Llorar los dos como nenes con berrinche, como amigos que se entienden, como adultos que sufren. Y repetirte que te quiero, que te amo y que aunque no esté , siempre voy a estar. Que es lo que ya sabías. Te dejó un ratito sola ahora, aunque no te guste. Es sólo un rato. Para seguir aguantando estas lagrimas hasta el día que nos crucemos de nuevo y saldemos la deuda.

Un cigarrillo

Qué lindo el silencio, que deja escuchar el sonido de un cigarrillo al consumirse. Un fósforo que ilumina y de inmediato el papel y el tabaco ardiendo brillante y seductor, más allá de la punta los dedos, haciendo que el silencio deje ya de serlo.
El humo, impredecible, fantástico, irrepetible, entre una seca y otra se ondula etéreo y se desvanece sin poder llegar siquiera al cielorraso, y a la vez se hace infinito en la boca, en la lengua, en el pecho.
El calor en los labios, como un beso de amantes, de amados y deseados, y el sabor amargo, pero lindo, como el del error consciente, como el del amor no correspondido, y que no se va, que no se olvida nunca.
El calor entre los dedos, cada vez más intenso, de falanges entrelazadas, manos estrechadas por odio o por amor, por culpa o gratitud, por anhelo u obsesión.
Y un precioso anillo de fuego, un sol chiquito y delicioso flotando solo en la oscuridad y ante la nada, porque cuando un cigarrillo se consume de tal forma es inevitable dejar de existir al menos por un rato para verlo acercarse, como la vida, lenta pero sin escalas hacia el final.

Al espejo.

No busques la perfección.

Dejate llevar en vez de tratar de hacer que todo funcione.
No disimules tus defectos.
Y muerdete los labios antes de ostentar de tus virtudes.
No busques la perfección, mujer.
Que la perfección no se puede encontrar antes de que suceda.
No disimules tus defectos.
No bajes la mirada.
No intentes esconderte más.
Porque los misterios se develan tarde o temprano, amor.
Cuando, juntos, nos miremos al espejo.

La trampa.

Yo podía modificarlo todo para vencerte. Podía lograr lo que sea.
Como el Wallace de Escocia, que solito y solo podía con cualquier ataque despiadado del viejo Longshanks.
Incluso llegue a matarte, como la Bruja Escarlata a Ojo de Halcón en el cómic, no sólo una, sino dos veces(Es el día de hoy que no entiendo cómo volviste).
Podía moverme con más cautela que cualquier predador, y con ojos en la nuca como una constante presa al mismo tiempo. Todo para eludir tu venganza.
Era capaz de detectar tu presencia. De anticipar tus movimientos. Sabía de antemano a quién ibas a parecerte, maestro del disfraz. Sabía hasta que ibas a pedir en el próximo bar donde nos encontremos, hasta la marca de la ropa que te pondrías dependiendo si hace calor o si llega a llover.
Siempre, aún en las oportunidades en las que te vencí, fui el más rápido de los dos. El más audaz en todo momento.
Éramos viejos jugadores de Poker luchando sobre un paño verde. Éramos grandes Maestros de ajedrez batallando sobre un tablero de madera. Compitiendo, nunca por diversión, sino para triunfar.
Sin embargo ese día, los vientos del azar, de un arrebato se arremolinaron y comenzaron luego a soplar en mi contra. Con tanta fuerza soplaban, que en el final del juego, ya todo estaba a tu favor.
Mi Escalera de Picas no sirvió ni para escaparme de la mesa. No quería ver tus fichas en mis manos. Era tu Reina la que ponía una cortante daga en el cuello de mi orgulloso Rey. No quería escuchar a tus peones, blancos, desteñidos, gritar “Mate! Mate!” sin cesar.
Hoy me pregunto qué pasó. Por qué no había podido anticiparme esta vez.
La respuesta es que quizá entre a ese bar del bajo porteño demasiado confiado. Porque te ví entrar y sentarte en el otro extremo del lugar, para ocultarte mejor, supuse. Una vez más estaba un paso adelante. Otra ocasión que obviamente debía aprovechar para burlarte, para vencerte en tu propio juego.
Esperaste paciente, allí sentado en tu silla, escudado en la penumbra, la música fuerte y la muchedumbre, una mínima chance, un descuido de mi parte para atacar con precisión. Para no fallar.
Terminé mi cerveza negra y salí a fumar un cigarrillo. Pude ver entonces, con mis ojos de presa, cómo te levantabas veloz y sigiloso, para salir detrás de mí.
Sin dudas, el momento que seguía fue donde bajé definitivamente la guardia: Yo, ubicado a la izquierda de la puerta del bar, apoyado sobre la pared y terminando mi último Lucky Strike, te vi encarar para el lado contrario, doblar raudamente la esquina y no volver.
Descolocado, estupefacto como estaba por la facilidad con la que, pensaba, me coronaba victorioso, no pude oír al aire resquebrajarse ante la velocidad de una de tus flechas que, con forma de palabras filosas, me alcanzaban. Como una lacra ambiciosa de poder que envenena a su hermano, Rey de Dinamarca, mientras duerme, una voz ponzoñosa hería mortalmente mis oídos a traición, por la espalda. Una frase más me rajó la ropa a la altura del hombro, y los ojos de presa se me cerraron del dolor cuando la última palabra se clavó en mi cabeza.
Sabiéndome vencido, reuní fuerzas para girar y poder mirarte a los ojos, al menos con los de adelante. Quería ver tu gesto arrogante y satisfecho de haber logrado, al fin, vengarte.
Pero mi mente no lograba entender. Mientras giraba soñaba con los segundos anteriores en dónde una y otra vez te veía salir del bar y, sin mirar atrás, perderte luego al doblar la esquina.
Quizá el esfuerzo para darme la vuelta debía utilizarlo para echarme a correr y no regalarle el golpe de gracia a mi mayor rival. Tal vez debía haberme concentrado en el hecho de que esa voz venenosa que me sorprendió tenía un dueño diferente.
O mejor dicho, una dueña, que sin titubear, con letras de dulce cicuta, me ejecutó sin piedad. Sin pestañar me acribilló con más flechas, en esta oportunidad con forma de miradas que salían de sus hermosos ojos verdes, que se incrustaban certeros en mi pecho. Ella, como una asesina perfecta, terminó su inocente trabajo a sangre fría y en silencio.
Y mientras luchaba con las fuerzas que me restaban por mantenerme en pie, comprobé que realmente el maldito Cupido había resultado ser una aceptable réplica de aquel canalla tramposo que por sí solo no habría podido cargarse al implacable escocés. Vaya a saber con cuantas tierras y títulos sobornaste a la hermosa criminal que seguía frente a mí.
Así te descubrí, antes de que la victoria se declarara tuya. Te escondiste un As de corazones en la manga.
El saberte traicionero me sanaba rápido las heridas, y hacía que las flechas en mi cuerpo desaparecieran al instante. Pero el daño estaba hecho: el veneno seguía corriendo por mis venas, y no había manera de anular su efecto inmediato.
Durante cinco segundos me sentí morir. Estaba condenado.
Uno. Me sentía atado de pies y manos a una mesa. Era el fin, pensaba.
Dos. Las piernas me temblaban. Tenía deseos de gritar.
Tres. Ya mi cuerpo no respondía. Sólo mis ojos.
Cuatro. El nudo en mi garganta apretaba más y más. Podía sentír mi cabeza desprenderse.
Cinco. Me moría con el consuelo de ver a mi asesina de ojos verdes, que me sonreía, ignorante de mi agonía.
Sentí un fuerte "Clac!" cerca de mis oidos, y de repente el dolor simplemente se volvió amor por esa muchacha que, sin saberlo, había sido cómplice por una noche del Sanguinario Cupido. Mientras tanto, mi cabeza, como la de Wallace, rodaba por el suelo.

Des(h)echos de amor una película sin hacer

Era obvio que lo nuestro jamás funcionaría.
Vos, la diosa neurótica del subterfugio.
Yo, un pecador obsesivo compulsivo de tus verdades apócrifas.
Los dos, ambos deshechos por amor, por la falta de audacia y la compañía de más, no terminamos encamados la primera vez que nos vimos.
Obvio, sucedió la vez siguiente: Messenger, llamado y salida al cine. Así de simple nos complicamos la vida.
Lo de tu habitación fue el final sublime del prólogo de nuestra película. Puro arte. Talento mutuo. Sincronización lisérgica sexual de cuerpos, de mentes, de todo. Fuimos lujuria sin pecado. Si existiera el Soma en este Mundo infeliz, nosotros seríamos la fuente única de, como Huxley diría, “la droga perfecta: eufórica, narcótica, agradablemente alucinante, sin ninguna contraindicación”.
Finalmente la noche se agotó, se cansó de nosotros y se fue sin saludar. Pobre de la mañana, que nos tuvo que aguantar un rato más.
Y a partir de ese día, nos aguantamos hasta que no pudimos más. No había acuerdo que pudiéramos cumplir.
Pensar en vos se volvía más fácil. No pensar en mí se te hizo difícil. Silogismo categórico puro.
Che, hablando de cosas puras, a ver… qué sabés de vinos? Probá un Syrah y te vas a acordar de nosotros. Vos con gotitas rubíes de tiempo y yo con litros granates de paciencia. Yo con botellas de ilusiones de cuero y chocolate, y vos con barricas de roble de esceptismo.
Así y todo, nos tomamos todo y de golpe. Y admitámoslo, no por no saber tomar, sino porque lo nuestro era delicioso. Ese néctar era maravillosamente perfecto, mas allá de que mis virtudes fuesen minoría ante mis defectos; y que sin importar lo que vieran mis ojos, ante los tuyos, tus virtudes fuesen simples defectos.
Evidentemente, o no veía muy bien de tan cerca, o vos mirabas de muy lejos. Me quedo con el consuelo estúpido de que la que siempre usó lentes, corazón, fuiste vos.
En fin. El guión de la película sigue con que el pedo romántico que nos supo durar unos meses, se me desvaneció el día que me dijiste que a vos se te había pasado antes. Que te empalagaste, que ya no querías el vino de siempre. Que querías ver la carta. Sola.
Pero el buen gusto, amor, no se borra. No te olvidás de tu comida preferida. Te sabés de memoria la canción que amás. Siempre te ponés esa ropa que tan bien te queda y que siempre te gustó más que cualquier otra. Ves la escena de esa peli que te fascina y repetís sin errores todos los diálogos. Qué buen Cliffhanger, señor guionista.
Siguiendo este camino, y dejando miedos, personas, palabras y pasados atrás, forzamos las casualidades para volver a brindar juntos unas veces más. Por seguir deshechos por amor. Por descubrir que tampoco nos aguantábamos tanta distancia. Por entender que somos extremos, polos opuestos. Y como a la física y la química no hay con qué darle, también brindamos por ellas.
El último beso que sabía a Soma, a Syrah, se disolvió bajo la lluvia que nos empapó como castigo por disponernos a hacer lo que no debíamos. Sin compañía y con más audacia de la que podíamos manejar, intentamos ahuyentar otra noche de Enero y no nos salió. Claro, el arte no se puede copiar. Estábamos pecando con nuestra lujuria simplemente porque nos estábamos mintiendo. Aún sin saberlo.
Sincronizar? Apenas nuestros cuerpos se reconocían. Pero nos importó más el miedo de quedar igual a como nos habíamos conocido. Solos. Deshechos. Y caminamos hacia atrás, confiados de que era en realidad adelante.
A partir de este día, te hiciste cargo completamente de tus divinos dones, y yo, con miedo pero sin fe, me volví un fanático ferviente de vos.
Pero los fanáticos, así como los dioses, no conocen límites, y lamentablemente nosotros jamás tuvimos el gusto.
Nos excedimos. Vos con tus silencios, tus verdades a medias y tus engaños a escondidas. Yo con mi deseo de entender lo que no me podía(s) explicar.
Choqué con una realidad de patas cortas, casi parecido a una mentira, y la tomé como tal. Error.
No quise entender más.
No quisiste explicar más.
Llovía de tristeza esa tarde de Mayo. Y al mirarnos, nos deshaciamos de tristeza y no de amor, como antes. Esa misma tarde nos deshicimos del otro. Los sabores de mi té y tu café se llevaron los taninos de lo que una vez fue nuestro. Y así quedamos, desechos de amor. Sí, sin hache.