La trampa.

Yo podía modificarlo todo para vencerte. Podía lograr lo que sea.
Como el Wallace de Escocia, que solito y solo podía con cualquier ataque despiadado del viejo Longshanks.
Incluso llegue a matarte, como la Bruja Escarlata a Ojo de Halcón en el cómic, no sólo una, sino dos veces(Es el día de hoy que no entiendo cómo volviste).
Podía moverme con más cautela que cualquier predador, y con ojos en la nuca como una constante presa al mismo tiempo. Todo para eludir tu venganza.
Era capaz de detectar tu presencia. De anticipar tus movimientos. Sabía de antemano a quién ibas a parecerte, maestro del disfraz. Sabía hasta que ibas a pedir en el próximo bar donde nos encontremos, hasta la marca de la ropa que te pondrías dependiendo si hace calor o si llega a llover.
Siempre, aún en las oportunidades en las que te vencí, fui el más rápido de los dos. El más audaz en todo momento.
Éramos viejos jugadores de Poker luchando sobre un paño verde. Éramos grandes Maestros de ajedrez batallando sobre un tablero de madera. Compitiendo, nunca por diversión, sino para triunfar.
Sin embargo ese día, los vientos del azar, de un arrebato se arremolinaron y comenzaron luego a soplar en mi contra. Con tanta fuerza soplaban, que en el final del juego, ya todo estaba a tu favor.
Mi Escalera de Picas no sirvió ni para escaparme de la mesa. No quería ver tus fichas en mis manos. Era tu Reina la que ponía una cortante daga en el cuello de mi orgulloso Rey. No quería escuchar a tus peones, blancos, desteñidos, gritar “Mate! Mate!” sin cesar.
Hoy me pregunto qué pasó. Por qué no había podido anticiparme esta vez.
La respuesta es que quizá entre a ese bar del bajo porteño demasiado confiado. Porque te ví entrar y sentarte en el otro extremo del lugar, para ocultarte mejor, supuse. Una vez más estaba un paso adelante. Otra ocasión que obviamente debía aprovechar para burlarte, para vencerte en tu propio juego.
Esperaste paciente, allí sentado en tu silla, escudado en la penumbra, la música fuerte y la muchedumbre, una mínima chance, un descuido de mi parte para atacar con precisión. Para no fallar.
Terminé mi cerveza negra y salí a fumar un cigarrillo. Pude ver entonces, con mis ojos de presa, cómo te levantabas veloz y sigiloso, para salir detrás de mí.
Sin dudas, el momento que seguía fue donde bajé definitivamente la guardia: Yo, ubicado a la izquierda de la puerta del bar, apoyado sobre la pared y terminando mi último Lucky Strike, te vi encarar para el lado contrario, doblar raudamente la esquina y no volver.
Descolocado, estupefacto como estaba por la facilidad con la que, pensaba, me coronaba victorioso, no pude oír al aire resquebrajarse ante la velocidad de una de tus flechas que, con forma de palabras filosas, me alcanzaban. Como una lacra ambiciosa de poder que envenena a su hermano, Rey de Dinamarca, mientras duerme, una voz ponzoñosa hería mortalmente mis oídos a traición, por la espalda. Una frase más me rajó la ropa a la altura del hombro, y los ojos de presa se me cerraron del dolor cuando la última palabra se clavó en mi cabeza.
Sabiéndome vencido, reuní fuerzas para girar y poder mirarte a los ojos, al menos con los de adelante. Quería ver tu gesto arrogante y satisfecho de haber logrado, al fin, vengarte.
Pero mi mente no lograba entender. Mientras giraba soñaba con los segundos anteriores en dónde una y otra vez te veía salir del bar y, sin mirar atrás, perderte luego al doblar la esquina.
Quizá el esfuerzo para darme la vuelta debía utilizarlo para echarme a correr y no regalarle el golpe de gracia a mi mayor rival. Tal vez debía haberme concentrado en el hecho de que esa voz venenosa que me sorprendió tenía un dueño diferente.
O mejor dicho, una dueña, que sin titubear, con letras de dulce cicuta, me ejecutó sin piedad. Sin pestañar me acribilló con más flechas, en esta oportunidad con forma de miradas que salían de sus hermosos ojos verdes, que se incrustaban certeros en mi pecho. Ella, como una asesina perfecta, terminó su inocente trabajo a sangre fría y en silencio.
Y mientras luchaba con las fuerzas que me restaban por mantenerme en pie, comprobé que realmente el maldito Cupido había resultado ser una aceptable réplica de aquel canalla tramposo que por sí solo no habría podido cargarse al implacable escocés. Vaya a saber con cuantas tierras y títulos sobornaste a la hermosa criminal que seguía frente a mí.
Así te descubrí, antes de que la victoria se declarara tuya. Te escondiste un As de corazones en la manga.
El saberte traicionero me sanaba rápido las heridas, y hacía que las flechas en mi cuerpo desaparecieran al instante. Pero el daño estaba hecho: el veneno seguía corriendo por mis venas, y no había manera de anular su efecto inmediato.
Durante cinco segundos me sentí morir. Estaba condenado.
Uno. Me sentía atado de pies y manos a una mesa. Era el fin, pensaba.
Dos. Las piernas me temblaban. Tenía deseos de gritar.
Tres. Ya mi cuerpo no respondía. Sólo mis ojos.
Cuatro. El nudo en mi garganta apretaba más y más. Podía sentír mi cabeza desprenderse.
Cinco. Me moría con el consuelo de ver a mi asesina de ojos verdes, que me sonreía, ignorante de mi agonía.
Sentí un fuerte "Clac!" cerca de mis oidos, y de repente el dolor simplemente se volvió amor por esa muchacha que, sin saberlo, había sido cómplice por una noche del Sanguinario Cupido. Mientras tanto, mi cabeza, como la de Wallace, rodaba por el suelo.

Des(h)echos de amor una película sin hacer

Era obvio que lo nuestro jamás funcionaría.
Vos, la diosa neurótica del subterfugio.
Yo, un pecador obsesivo compulsivo de tus verdades apócrifas.
Los dos, ambos deshechos por amor, por la falta de audacia y la compañía de más, no terminamos encamados la primera vez que nos vimos.
Obvio, sucedió la vez siguiente: Messenger, llamado y salida al cine. Así de simple nos complicamos la vida.
Lo de tu habitación fue el final sublime del prólogo de nuestra película. Puro arte. Talento mutuo. Sincronización lisérgica sexual de cuerpos, de mentes, de todo. Fuimos lujuria sin pecado. Si existiera el Soma en este Mundo infeliz, nosotros seríamos la fuente única de, como Huxley diría, “la droga perfecta: eufórica, narcótica, agradablemente alucinante, sin ninguna contraindicación”.
Finalmente la noche se agotó, se cansó de nosotros y se fue sin saludar. Pobre de la mañana, que nos tuvo que aguantar un rato más.
Y a partir de ese día, nos aguantamos hasta que no pudimos más. No había acuerdo que pudiéramos cumplir.
Pensar en vos se volvía más fácil. No pensar en mí se te hizo difícil. Silogismo categórico puro.
Che, hablando de cosas puras, a ver… qué sabés de vinos? Probá un Syrah y te vas a acordar de nosotros. Vos con gotitas rubíes de tiempo y yo con litros granates de paciencia. Yo con botellas de ilusiones de cuero y chocolate, y vos con barricas de roble de esceptismo.
Así y todo, nos tomamos todo y de golpe. Y admitámoslo, no por no saber tomar, sino porque lo nuestro era delicioso. Ese néctar era maravillosamente perfecto, mas allá de que mis virtudes fuesen minoría ante mis defectos; y que sin importar lo que vieran mis ojos, ante los tuyos, tus virtudes fuesen simples defectos.
Evidentemente, o no veía muy bien de tan cerca, o vos mirabas de muy lejos. Me quedo con el consuelo estúpido de que la que siempre usó lentes, corazón, fuiste vos.
En fin. El guión de la película sigue con que el pedo romántico que nos supo durar unos meses, se me desvaneció el día que me dijiste que a vos se te había pasado antes. Que te empalagaste, que ya no querías el vino de siempre. Que querías ver la carta. Sola.
Pero el buen gusto, amor, no se borra. No te olvidás de tu comida preferida. Te sabés de memoria la canción que amás. Siempre te ponés esa ropa que tan bien te queda y que siempre te gustó más que cualquier otra. Ves la escena de esa peli que te fascina y repetís sin errores todos los diálogos. Qué buen Cliffhanger, señor guionista.
Siguiendo este camino, y dejando miedos, personas, palabras y pasados atrás, forzamos las casualidades para volver a brindar juntos unas veces más. Por seguir deshechos por amor. Por descubrir que tampoco nos aguantábamos tanta distancia. Por entender que somos extremos, polos opuestos. Y como a la física y la química no hay con qué darle, también brindamos por ellas.
El último beso que sabía a Soma, a Syrah, se disolvió bajo la lluvia que nos empapó como castigo por disponernos a hacer lo que no debíamos. Sin compañía y con más audacia de la que podíamos manejar, intentamos ahuyentar otra noche de Enero y no nos salió. Claro, el arte no se puede copiar. Estábamos pecando con nuestra lujuria simplemente porque nos estábamos mintiendo. Aún sin saberlo.
Sincronizar? Apenas nuestros cuerpos se reconocían. Pero nos importó más el miedo de quedar igual a como nos habíamos conocido. Solos. Deshechos. Y caminamos hacia atrás, confiados de que era en realidad adelante.
A partir de este día, te hiciste cargo completamente de tus divinos dones, y yo, con miedo pero sin fe, me volví un fanático ferviente de vos.
Pero los fanáticos, así como los dioses, no conocen límites, y lamentablemente nosotros jamás tuvimos el gusto.
Nos excedimos. Vos con tus silencios, tus verdades a medias y tus engaños a escondidas. Yo con mi deseo de entender lo que no me podía(s) explicar.
Choqué con una realidad de patas cortas, casi parecido a una mentira, y la tomé como tal. Error.
No quise entender más.
No quisiste explicar más.
Llovía de tristeza esa tarde de Mayo. Y al mirarnos, nos deshaciamos de tristeza y no de amor, como antes. Esa misma tarde nos deshicimos del otro. Los sabores de mi té y tu café se llevaron los taninos de lo que una vez fue nuestro. Y así quedamos, desechos de amor. Sí, sin hache.