Un cigarrillo

Qué lindo el silencio, que deja escuchar el sonido de un cigarrillo al consumirse. Un fósforo que ilumina y de inmediato el papel y el tabaco ardiendo brillante y seductor, más allá de la punta los dedos, haciendo que el silencio deje ya de serlo.
El humo, impredecible, fantástico, irrepetible, entre una seca y otra se ondula etéreo y se desvanece sin poder llegar siquiera al cielorraso, y a la vez se hace infinito en la boca, en la lengua, en el pecho.
El calor en los labios, como un beso de amantes, de amados y deseados, y el sabor amargo, pero lindo, como el del error consciente, como el del amor no correspondido, y que no se va, que no se olvida nunca.
El calor entre los dedos, cada vez más intenso, de falanges entrelazadas, manos estrechadas por odio o por amor, por culpa o gratitud, por anhelo u obsesión.
Y un precioso anillo de fuego, un sol chiquito y delicioso flotando solo en la oscuridad y ante la nada, porque cuando un cigarrillo se consume de tal forma es inevitable dejar de existir al menos por un rato para verlo acercarse, como la vida, lenta pero sin escalas hacia el final.

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