Las
palabras siempre tienen intenciones. Aunque pensemos que somos nosotros los que
teñimos de esas intenciones a palabras vacías, son ellas las que buscan y
consiguen la manera de expresar lo que ellas tienen para decir.
Dicho
esto, es conveniente recalcar que no es una buena idea guardarse las palabras
que uno tiene adentro, al menos durante mucho tiempo. El encierro, como pasaría
con una persona, las altera y las transforma. Y créanme, nadie querría vérselas
con palabras que han sido encerradas durante tal cantidad de tiempo: ellas no
olvidan, y esas memorias se translucen cuando al fin salen de su letargo.
Es por
eso que creo fervientemente en lo siguiente: el escritor, y no hablo sólo del
profesional, del que vive de escribir cuentos, ensayos, novelas, poesía, sino también
de aquel que, después de un largo tiempo sin escribir, en algún momento de su
existencia creyó tener la necesidad de expresarse, de decir lo que le pasa por
la cabeza, por el pecho, por los ojos, con un lápiz en la mano, no es más que
un medio para que las palabras salgan de su estado latente, se liberen de la
opresión del cuerpo y la mente, y se exhiban como ellas desean.
Después
de haber estado presas durante quién sabe cuánto. Y por qué. Sin querer. Por
error. Por errores ajenos. Por miedo. Por orgullo. O simplemente por olvido.
El
escritor, cuando comienza su tarea de escribir tiene millones de cosas, de
ideas, de personas, de historias sobre las cuales escribir. Todas encerradas en
su ser. Todas en forma de palabras que, como si fuesen átomos expuestos a altas
temperaturas, se aceleran y hacen de dicha tarea una guerra que implica
táctica, estrategia y mucha paciencia para ganarla.
Es ahí
cuando nos encomiamos en escribir y escribir, tipear, borrar, tachar, darle una
pitada a un cigarrillo, sorber de a ratos un café, y seguir escribiendo y
borrando y tachando. Es ahí donde, sin querer y sin saberlo también, hemos
provocado el motín en la cárcel de las palabras.
Y
empiezan a salir en malón, por la boca y por los dedos. Se esconden entre el
sudor y un par de lágrimas. Se escapan por la respiración, y algún que otro suspiro.
Se adhieren rápido a la hoja, se aferran con fiereza a la libertad.
Al
finalizar las corridas, que es cuando se pone el punto final al texto, el escritor
se piensa invencible, ganador, y satisfecho de su logro se relaja viendo a las
palabras abatidas, esclavas, pegadas al papel, y obligadas a cumplir con la
misión de mostrar un mensaje ajeno a sus propias intenciones. “Otra cárcel”,
quizás, se puede concluir.
Pero
ese no es el final.
Al
haber dejado atrás al extraño que las coartaba, que las racionalizaba; al
saberse ahora libres, las palabras, y sobre todo aquellas alteradas por el
letargo, expresan con firmeza no lo que quiso decir el escritor, sino
simplemente lo que se les da la gana a ellas, llevándose definitivamente los
laureles de aquella guerra. Porque sin que siquiera lo notemos nosotros, han
logrado su objetivo: plasmadas fuera de un cuerpo que las aprisionó y las
asfixió, ahora tienen vida propia.
Las
palabras nos engañan, nos usan para poder liberarse. Como si fuésemos meros
creadores y/o portadores de engendros, formados por pocas o muchas letras, que
esperan el momento propicio para independizarse de nuestros propios
sentimientos, emociones y pensamientos más profundos y hasta desconocidos.
Es que
al final de cuentas es eso lo que fuimos, somos y seguiremos siendo. Portadores
y transmisores de una gran pandemia, que una vez suelta, desgrana a su imagen y
semejanza historias, hechos, datos, anécdotas, chistes, verdades y mentiras, para
su propio placer. Y es que las palabras, para tener intenciones, deberían
sentir. Y vaya si lo hacen: pero por sobre todas las cosas, no han olvidado el
encierro y se desquitan con saña, se regocijan ante cada confusión, ante cada
mal entendido. Se escudan en interminables textos y significados complicados
para tergiversar todo y generar el mismo caos en aquellos portadores y
transmisores que alguna vez las encarcelaron por temporadas, y que ahora las
leen.
Y el
escritor, ese portador, ese transmisor de palabras, se vuelve esclavo de
aquellas palabras que alguna vez liberó. Y de un mensaje, un significado, una
intención que tal vez, ni siquiera imaginó.
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